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GRANDES PERSONAJES
DEL SIGLO DE ORO ESPAÑOL
Juan Belda Plans
GREGORIO MAGNO
Philippe Henne
JUANA LA LOCA
Su vida. Su tiempo. Su culpa
Ludwig Pfandl
4ª edición
EDITH STEIN
Hija de Israel y de la Iglesia
Francesco Salvarani
WELLINGTON
Antoine D´Arjuzon
CARLOS DE HABSBURGO
El último emperador
Michel Dugast Rouillé
2ª edición
E
El lector quedará sorprendido por el carácter activo de este personaje.
En la misma ciudad de Roma, León centrará su atención sobre la asamblea de
Italia y sobre la Galia. El Oriente no está ausente de sus preocupaciones.
Sorprende todavía más su gran capacidad para dominar una infinidad de tramas y conflictos. Mientras que los hunos arrasan las ciudades del norte de
Italia, el obispo de Roma responde con paciencia y moderación a las sutiles
maniobras de sus colegas griegos y egipcios. En el 451, tiene lugar el concilio
de Calcedonia. El año siguiente, Atila se presenta a las puertas de Roma. Pero,
sobre todo, León es un hombre de Dios: su fe es tan simple como profunda.
SAN LEÓN
MAGNO
PHILIPPE HENNE
OTROS TÍTULOS
l pontificado (440-461) de León no solo fue el más largo del siglo V,
sino también uno de los más gloriosos, aunque no exento de revueltas
sociales, teológicas y eclesiales. Por su labor como pastor, ha sido el
primer papa que ha merecido pasar a la historia con el apelativo de
«magno». Philippe Henne escribe esta biografía a partir de sus cartas, en lo
que pudiéramos llamar «autobiografía epistolar». Gracias a estas, conoceremos
los acontecimientos históricos de la época, el ambiente de la Roma del siglo V,
las normas y costumbres eclesiásticas, el estado moral y espiritual de las comunidades cristianas (de Oriente y Occidente), su propio pontificado, y los temas
tan variados que afrontó: doctrinales, pastorales, jurídicos y morales.
SAN LEÓN MAGNO
PHILIPPE HENNE
ISBN 978-84-9061-210-1
palabra
Philippe Henne, O.P., ha sido investigador en
la Universidad de Friburgo (Suiza) y en la Escuela
bíblica de Jerusalén, y actualmente es profesor en la
Universidad católica de Lille, en Francia. Es autor
de numerosos artículos y libros sobre la Antigüedad
cristiana, entre los que destacan, además de la presente obra sobre San León Magno, sus biografías de
San Jerónimo, Gregorio Magno y una Introducción a
Hilario de Poitiers y otra a Orígenes.
SAN LEÓN
MAGNO
EDICIONES PALABRA
Madrid
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Esta obra ha recibido una ayuda a la edición
del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
Título original: Léon le Grand
Colección: Ayer y Hoy de la Historia
© Editions du Cerf, 2008
© Ediciones Palabra, S. A., 2015
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
epalsa@palabra.es
© Traducción: Juan Carlos Mateos González
Diseño de cubierta: Raúl Ostos
Óleo de portada: El encuentro de León Magno con Atila, Rafael Sanzio (1483-1520).
Sala de Heliodoro, Museo Vaticano.
Imagen de portada: © 2015. Photo Scala, Florence
ISBN: 978-84-9061-210-1
Depósito Legal: M. 8.602-2015
Impresión: Gráficas Gohegraf, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro ni su tratamiento
informático ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor.
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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
León fue elegido papa a mediados del siglo V. Su pontificado
(440-461) no solo fue el más largo del siglo V, sino también uno de
los más gloriosos, aunque no exento de revueltas sociales, teológicas y eclesiales. Por su labor como pastor, ha sido el primer papa
que ha merecido pasar a la historia con el apelativo de «magno».
Philippe Henne escribe esta biografía a partir de sus cartas, en lo
que pudiéramos llamar «autobiografía epistolar», porque muchos de
los datos –biográficos y teológicos– los encuentra el autor en su
correspondencia. Por eso, de todo su epistolario, va espigando los
acontecimientos históricos de la época, el ambiente de la Roma
del siglo V, las normas y costumbres eclesiásticas, el estado moral y
espiritual de las comunidades cristianas (de Oriente y Occidente),
su propio pontificado, los destinatarios a los que escribió: obispos,
emperadores, santos, herejes, sacerdotes, fieles, y los temas tan variados que afrontó: doctrinales, pastorales, jurídicos y morales.
Uno en particular ocupó y preocupó al papa León Magno: predicar y confesar a Jesucristo, una única Persona con dos naturalezas, humana y divina. Al afirmar que Jesucristo es una Persona no
hace sino «confesar que el único Hijo de Dios es el Verbo y también hombre»
(carta 28, 5: Tomo a Flaviano). La Iglesia, en los primeros concilios,
había ido precisando lo esencial de su fe en Jesucristo: es verdadero
hombre (contra los docetas); es verdadero Dios (contra los arrianos); es una sola Persona (contra nestorianos y monofisitas). Se va
dibujando una especie de triángulo cristológico: la humanidad y
la divinidad representarían dos ángulos, y la unidad de la persona,
el vértice. Pues bien, León Magno, «teólogo de la unión hipostática»,
fue el verdadero maestro en el diseño de este vértice triangular. Un
diseño que encontró precisión teológica y validez canónica en el
Concilio de Calcedonia, pero que León Magno «desmenuzó» doctrinalmente: Jesucristo, al hacerse hombre, tiene dos naturalezas:
la divina, eternamente recibida del Padre, y la humana, formada en
el seno de María. Un misterio que convierte a Jesucristo en un caso
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único e irrepetible: una Persona divina en una naturaleza humana,
y una naturaleza humana, sin persona humana, porque la única
que tiene, es la divina.
De los años que preceden a su pontificado, aun siendo escasas
las noticias que aporta Henne, conocemos que frecuentó la escuela
romana, en la que se hizo con una amplia formación teológica y,
a la par, pudo conocer el estilo retórico de los autores clásicos. Su
prestigio y su valía quedan probados en la delicada misión que se
le encomienda en el año 440 por parte de la corte de Rávena. En
las Galias, León ha de intentar lograr un acuerdo entre el patricio
Aecio y el prefecto del pretorio, Albino, por el peligro que existía
de que un conflicto local degenerara en guerra civil. Mientras León
estaba en las Galias para esta misión política, muere en Roma el
papa Sixto III (19 de agosto del 440). La Iglesia de Roma acordó
elegir como sucesor al diácono León. A su regreso de las Galias,
el 29 de septiembre del año 440 fue consagrado obispo de Roma
y constituido Sumo Pontífice. Una fecha que quedará grabada en
el corazón del papa para siempre, pues, desde entonces, en ese día
celebrará la Misa con todos los obispos sufragáneos de la diócesis
de Roma, haciendo memoria de su elección en los sermones (1-5).
Con León comienza un pontificado que va a coincidir con uno de
los períodos más difíciles de la historia de la Iglesia. El Imperio
Romano caminaba hacia una debacle inevitable y numerosas herejías agitaban el interior de la Iglesia: el arrianismo, oficialmente
condenado, tenía un numeroso grupo de adeptos; el pelagianismo y
semipelagianismo se mantenían aún muy activos en Roma; resurgía
el maniqueísmo; el nestorianismo, pocos años antes condenado por el
Concilio de Éfeso (431), da paso ahora, en el pontificado de León,
al «monofisismo o eutiquianismo». A esto hay que añadir la presión
que los bárbaros ejercían en todas las fronteras del Imperio. En estas circunstancias, León llega a la sede de Pedro, consciente de que
en el Vicario de Cristo se perpetúan la autoridad y los poderes de
Aquel de quien había recibido el encargo de «confirmar en la fe a
sus hermanos». Toda su actividad pastoral fue mantener íntegra la
fe cristológica y reforzar la cohesión interna de la Iglesia.
Philippe Henne cuenta con detalle cómo, en su condición de
obispo de Roma, mantuvo estrechas relaciones con los obispos de
las Iglesias suburbicarias, es decir, las diez diócesis que dependían
del vicarius Urbis. Pero su solicitud pastoral también llega a los obis8
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PRÓLOGO
pos de «la Italia no suburbicaria». El vicarius Italiae se encargaba de
las tareas de gobierno de siete diócesis de Italia.
En la primavera del 452, Atila atraviesa los Alpes y entra en Italia, y se dispone a asediar la ciudad de Roma. El emperador Valentiniano III no cuenta con ninguna fuerza militar seria que le permita
afrontar un combate con mínimas garantías de éxito. Decide que
sea el papa quien encabece una embajada que frene el avance de
Atila hacia Roma. El papa aceptó el encargo y se constituyó en cabeza moral de la delegación. El encuentro tuvo lugar en la ciudad
de Mantua. El papa «confiando en la ayuda de Dios, sabedor que
nunca ha dejado de asistir a la gente de piedad», emprendió la
negociación. No se equivocó. Atila recibió a la delegación y, tan
asombrado quedó por la presencia del summus sacerdos, que decidió retirarse al otro lado del Danubio y firmar la paz. Se cuenta, y
así está representado en los frescos que Rafael inmortalizó en las
estancias vaticanas, que en el momento en que León hablaba a
Atila, este tuvo una visión de los apóstoles Pedro y Pablo bajando
del cielo, con las espadas desenvainadas, amenazando a los hunos.
Aunque envuelto en aires de leyenda, el hecho histórico es que
Atila evacuó Italia y, dos años después, en el 454, murió.
Philippe Henne describe también los frecuentes contactos que
mantuvo el papa León con tres grupos de obispos: los galo-romanos, los españoles y los africanos. Los españoles, después de la conquista de la Península por los bárbaros, se ven obligados a pastorear
territorios gobernados por reyes arrianos y siempre miran a Roma
como su salvación. La carta de León a Toribio, obispo de Astorga,
muestra con claridad el lúcido conocimiento que tenía el papa de
la situación que atravesaba la fe en España. El Tomus, carta tan importante para la cristología, por estas circunstancias políticas tan
adversas, no llegó a manos de los obispos españoles hasta el 451,
dos años después de su redacción.
Pero, sin duda, fue el Oriente el que presentó mayores problemas dogmáticos y disciplinares al papa León. De hecho murió sin
haber resuelto la mayor parte de los problemas. Philippe Henne
abunda prolijamente en estos asuntos. En Constantinopla, mantuvo intensos contactos epistolares con el patriarca Flaviano, aunque solo se tiene documentación escrita por carta a partir del 449.
La influencia de los monasterios en la vida eclesial de la ciudad
va ganando terreno. Eutiques, monje archimandrita, que se creía
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seguro de su «ortodoxia», fue acusado de no ser fiel a la «Fórmula
de la unión del 433». Intenta defenderse acudiendo al papa, alegando que sus adversarios habían condenado su doctrina cristológica
sin entenderla. Para ello, adjunta un libellus dirigido al papa León,
donde explica su profesión de fe. León pide informes a Flaviano y
solicita que se convoque un concilio para resolver la controversia.
El papa no duda que Éfeso confirmará la condena del error de
Eutiques, que en resumen afirmaba: «antes de la unión de la divinidad y la humanidad, en Jesucristo existían las dos naturalezas: el
Verbo de Dios y la carne que asumió de María; después de la unión,
una vez que el Verbo se hizo carne, Cristo no tiene dos naturalezas, pues si una es la Persona, una debe ser la naturaleza, que reuniría las propiedades humanas y divinas conjuntamente». Pero el
archimandrita, que gozaba de una gran influencia política, a pesar
de esta «cristología errada», emprendió una campaña por todo el
Oriente en favor de su tesis. Los legados pontificios pidieron que
se leyera la carta que el papa había dirigido al concilio. Se objetó
que aún quedaban otras cartas del emperador por leer. Subió la
tensión en la asamblea y Dióscoro, entonces, hizo que se aclamase
la fórmula: «Si alguien dice “de dos naturalezas”, sea anatema» y
propone condenar y deponer a Flaviano por emplear esa fórmula.
A los dos días fue depuesto y desterrado. En Roma, se reunió un
Sínodo, con motivo del noveno aniversario de la elección de León
(29 de septiembre del 449), que reprobó y rechazó las decisiones
de Éfeso. En la última sesión del que ha pasado a la historia como
«el Latrocinio de Éfeso», con el apoyo del emperador, Dióscoro enfrentó al Oriente contra Roma, a la que instaba a retractarse de la
doctrina cristológica del Tomo a Flaviano redactado por León.
El Sínodo romano negaba validez a lo decretado en Éfeso, quedando de manifiesto la autoridad del papa frente al concilio. Es un
caso excepcional en la historia: un concilio que no es confirmado
por el obispo de Roma, y que además no será objeto de ninguna
«recepción» por parte de la Iglesia universal. Se hacía necesaria –así
lo creía el papa León– la convocatoria de un concilio en Italia en
la que participasen los obispos de todo el mundo católico. Al mismo tiempo, revelaba cómo el papa, aun sabiendo de la autoridad
que gozaba la Sede romana, no quería ni podía prescindir de la
instancia conciliar para regular una cuestión dogmática de tanta
importancia.
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PRÓLOGO
El 17 de mayo, el emperador convoca un concilio general en
Nicea para el 1 de septiembre, al que promete asistir él personalmente, que finalmente tendrá que celebrarse en Calcedonia (451).
Un concilio que contó con la mayor asistencia de la Antigüedad: en
torno a 600 obispos. Todos eran orientales. De Occidente solamente habían acudido dos obispos huidos de África y los tres legados
pontificios. El resto se encontraban retenidos en sus diócesis por la
invasión bárbara.
Para el papa, Calcedonia constituía un «tribunal episcopal», que
habría de juzgar a los herejes sobre la base de la fe definida por
la Iglesia romana; por eso, la misión de sus legados era presidir,
en lugar suyo, el colegio de jueces. Para el emperador, el concilio
estaba llamado a formular una profesión de fe capaz de resolver el
problema dogmático que dividía a Oriente, ocupándose, tan solo
en un segundo momento, de los casos personales.
En la segunda sesión («hacia una fórmula de fe»), los comisarios
imperiales pidieron que se elaborara una nueva profesión de fe,
a lo que los obispos se negaron, apelando a la prohibición fijada
en Éfeso (431). Se encontró una salida recurriendo a la lectura de
textos normativos: la lectura del Tomo a Flaviano fue acogida entre
aclamaciones: «Esta es la fe de los Padres. Esta es la fe de los Apóstoles. ¡Así lo creemos todos! ¡Pedro ha hablado por la boca de León!
Los apóstoles así lo enseñaron. León ha enseñado piadosamente y
con verdad. Cirilo lo ha enseñado así. ¡Eterna memoria para Cirilo!
León y Cirilo han dado las mismas enseñanzas. ¡Anatema el que no
lo crea así! Esta es la verdadera fe». Para León, «Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre». El único y el mismo Hijo de Dios,
el mismo que es Dios, Hijo del Padre, es hombre, hijo de María.
Para el papa León, «la única persona de Jesucristo es el sujeto al
que se le atribuyen las acciones de las dos naturalezas». Calcedonia
no quiere oponer a Cirilo y a León, a pesar de que ambos tienen
un vocabulario cristológico sensiblemente distinto. Los dos quieren ser intérpretes de la fe de Nicea.
Los años que siguieron a Calcedonia fueron difíciles para la vida
del papa y de la Iglesia. Las sublevaciones internas en la Iglesia de
Oriente se vieron agravadas por la invasión del norte de Italia por
los hunos y de la ciudad de Roma por los vándalos. El monofisismo,
a pesar de la condena conciliar, seguía muy extendido en los ambientes monásticos de Palestina.
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La otra tarea a la que León dedicó muchas energías fue la predicación. Sus sermones, escritos personalmente por él, tienen sentido
en el contexto litúrgico para el que fueron pronunciados y forman
parte de las celebraciones litúrgicas de la Roma del siglo V. Constituyen auténticos documentos litúrgicos, que sitúan a León Magno en
el origen de la liturgia romana actual. No en vano se le ha llamado
«teólogo de la liturgia». El Año Litúrgico, tal como lo entendemos hoy,
no está fijado aún en tiempos de León, pero el papa es una fuente
doctrinal cualificada para su desarrollo. En general, son sermones
breves, considerados como modelos para la elocuencia sagrada: espiritualmente elevados, teológicamente precisos y pastoralmente muy
paternales. Antes de pronunciarlos, los ponía por escrito, sin temor
a repetir verdades que ya había predicado en otros años anteriores.
En ellos encontramos una explicación acabada sobre el sentido de la
fiesta litúrgica que celebra, siendo sus Sermones la primera colección
de homilías en torno al Año litúrgico de la Antigüedad cristiana, lo
que le convierte en el teólogo del Año Litúrgico.
La fuerza de la doctrina de León proviene de la celebración de
la liturgia. Esa fe vivida es la fe que explicará en sus cartas y sermones, y es la fe que, una vez explicada, quedará condensada en
fórmulas dogmáticas, como es el caso del Concilio de Calcedonia,
que bebe del Tomo a Flaviano.
Juan Carlos Mateos, joven profesor con varias publicaciones y
alguna de ellas sobre este gran papa, nos brinda a los lectores de
lengua española esta obra de Philippe Henne, que apareció hace
pocos años en francés. De esta manera, tenemos a nuestro alcance una contextualización del papa León Magno, de su ambiente,
de sus escritos, de sus sermones, de su influjo en Occidente y en
Oriente.
Aquellas clases de cristología en el Seminario de Toledo, cuando el traductor era alumno y yo era su profesor, traen estas buenas
consecuencias. Y es que en las disputas teológicas, llegados a san
León Magno, hacíamos parada, porque es sin duda uno de los autores que mejor ha contribuido a la fijación del dogma cristológico.
La clave, a mi entender, está en su santidad vivida, en su liturgia
bien celebrada, de donde sacaba la fuerza para gobernar la Iglesia
en época de turbulencias y dejar en la historia del dogma una secuela imborrable, sobre todo en el Concilio de Calcedonia.
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PRÓLOGO
Me alegro de prologar un libro de un alumno aventajado. Los
lectores de lengua española agradecemos al traductor este trabajo,
que nos acerca más al gran papa san León Magno en esta biografía
de Philippe Henne.
Córdoba, Octava de Navidad del 2014.
Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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INTRODUCCIÓN
Solo, frente a las huestes de los bárbaros de Atila, León avanza,
armado solamente con la cruz. A menudo esta imagen romántica es
la que surge en nuestro espíritu cuando nos imaginamos a León Magno. La realidad, sin duda, fue menos cinematográfica. Y no debió de
ser menos dramática. Sin embargo, sí es simbólico el papel y el lugar
que este hombre ocupa en la historia, frente a su destino.
¿Por qué el obispo de Roma tuvo que negociar con el jefe de los
hunos? Pues porque no hay ninguna autoridad pública del Imperio
Romano, porque no hay ningún ejército digno de este nombre. Ya no
queda más que la fuerza moral.
Esta situación desesperada, tantas veces vivida en la historia de la
humanidad, plantea siempre la misma pregunta: ¿Por qué merece
la pena luchar? ¿Por quién vale la pena arriesgar la vida? ¿Merecen
este sacrificio el país, la nación o el Estado? Lo imaginamos con gran
admiración de esos y esas que han aceptado el martirio. Nosotros soñamos el futuro con prudencia, e incluso con escepticismo.
Entonces otra pregunta perturba el espíritu: ¿qué diferencia hay
entre el fanatismo y el heroísmo? ¿Dónde se encuentra la frontera
entre la cabezonería necia y la fidelidad constructiva? Las grandes figuras no faltan en la historia, pero los horrores de las últimas guerras
no dejan de planear como una duda sobre su rectitud de intenciones
y sus motivaciones, tanto en hombres como en mujeres, grandes en
los grandes relatos, pero mezquinos, quizá, en la realidad. ¿Fue León
Magno uno de esos? ¿Fue más «cabezota» que fiel? ¿Más fanático que
heroico? ¿Qué es lo que quería hacer en este mundo que pasa? ¿Restaurar la antigua gloria de Roma, nunca desaparecida? ¿Acaparar el
poder abandonado por los emperadores?
Hojeando este libro, el lector quedará primeramente sorprendido
por el carácter activo de este personaje. En la misma ciudad de Roma,
León atraerá su atención sobre la asamblea de Italia y sobre la Galia.
El Oriente no está ausente de sus preocupaciones. Sorprende todavía más la gran capacidad que tenía para dominar una infinidad de
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tramas y conflictos. Mientras que los hunos arrasan las ciudades del
norte de Italia, el obispo de Roma responde con paciencia y moderación a las sutiles maniobras de sus colegas griegos y egipcios. En el
451, tiene lugar el Concilio de Calcedonia. El año siguiente, Atila se
presenta a las puertas de Roma. Pero lo más extraño y lo más admirable, sin ninguna duda, es la presencia humana tan real que ofrecía
en cada una de sus intervenciones. Él edifica al pueblo de Roma con
sus Sermones. Aconseja a un obispo para una justa reincorporación
de prisioneros que han vuelto a su casa. Recomienda la misericordia
para los obispos que han traicionado la fe de Nicea. Consuela a su
amigo Juliano, atormentado por las maquinaciones de los bizantinos.
La primera cualidad de León no es la de ser un diplomático ni
un jefe de la Iglesia. Ante todo es un hombre de Dios. Su fe es tan
simple como profunda. Su famoso Tomo a Flaviano, ese resumen de
la doctrina sobre la doble naturaleza de Cristo, es tan bello como
convincente. Bello por la simplicidad y la sinceridad del tono que
adopta. Convincente por el rigor de su pensamiento y la fidelidad a
la doctrina transmitida.
La dureza de los tiempos no le ha endurecido, le ha forjado. Las
pruebas no le han amargado, han ahondado más sus convicciones.
Lo que ha perdido en meras sutilezas lo ha ganado en confianza. ¡Es
verdad! Frente a Atila, no tenía más que la fe, ¡pero qué arma más
poderosa que esa fe!
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REFERENCIAS Y ABREVIATURAS
León Magno:
Para las cartas de León, las referencias corresponden al Migne, J.
P., Patrologia latina, vol. 54-56, Paris 1846. [Las de temática cristológica se encuentran traducidas al español: León Magno, Cartas Cristológicas, Ciudad Nueva, Col. «Biblioteca de Patrística», Madrid 1999,
Introducción, traducción y notas de J. C. Mateos González].
Para los sermones de León, las citas remiten a Léon le Grand, Sermons, 4 t., Introducción de J. Leclercq, traducción y notas de R. Dolle,
col. «Sources chrétiennes», n. 22, 49, 74 y 200, Paris, Ed. du Cerf,
desde 1947 hasta 1973. [Existe traducción española: San León Magno,
Homilías sobre el año litúrgico, BAC, Madrid 2014, Texto, introducción
y notas por M. Garrido Bonaño].
Otras referencias:
Denz.: Denzinger, H., Symboles et définitions de la foi catholique, éd.
por P. Hünermann y J. Hoffmann, Paris, Éd. du Cerf, 1996. [Existe
traducción española: H. Denzinger-P. Hünermann, El Magisterio de la
Iglesia. Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fide
et morum, Herder, Barcelona 1999].
Mansi: Mansi, J. D., Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio,
31 vols., Florence, 1759-1798.
PL: Migne, J. P., Patrologia latina, 222 vols., Paris 1844-1855.
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PRIMERA PARTE
EL HOMBRE, EL PAPA Y EL PASTOR
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I
HACIA EL PONTIFICADO
El Imperio Romano de Occidente, durante el siglo V, se derrumbará, tanto por la incompetencia de sus jefes como por las grandes
invasiones germánicas que no pudo contener.
Situación general
Procedentes de su Mongolia natal, surgieron los hunos y se abalanzaron hacia Occidente, provocando uno de los movimientos de
población más grandes en la historia de la humanidad. Hacia el 370,
ellos mismos alteran las diferentes poblaciones germánicas. Estas, aterrorizadas por la crueldad de los recién llegados y por la rapidez de
sus desplazamientos, huyen desamparadas. Acuciados por el hambre,
dejan tras de sí pueblos devastados y cuerpos destrozados.
Los vándalos, empujados por los godos, abandonan las riberas del
Oder para refugiarse en las montañas de Eslovaquia y de la Transilvania. Pero la amenaza es demasiado grande. Es necesario huir. Atraviesan entonces la Galia para llegar a España, donde esperan asentarse.
Sin embargo, los godos les persiguen. Mientras tanto, los vándalos
consiguen la hazaña de atravesar en masa el Mediterráneo y llegar a
África, donde asedian Hipona y destrozan Cartago. Su ferocidad rápidamente se hará legendaria y ya entonces manifiestan una inquina
especial contra la Iglesia católica. Los objetos de culto y las ricas joyas
de orfebrería despiertan su envidia. Además, los obispos a menudo
fueron la única fuerza moral capaz de organizarse frente a este feroz
desencadenamiento de violencia.
Los burgundios fundaron un reino en los márgenes del Rin y del
Maine, teniendo a Worms como capital. En el 436, todo fue destruido
por las tropas auxiliares de los hunos. Los lamentables restos de este
«pueblucho» se instalaron entonces a lo largo del Ródano y del Saona, donde se organizaron como una nación autónoma.
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PHILIPPE HENNE
Los visigodos, en el Imperio Romano, primero fueron tolerados,
bajo el mandato de Valente en el 376. A partir del 378, Teodosio
los establece en Mesia y Tracia (hoy Bulgaria). Pero, para ellos, esto
fue un punto de partida, pues posteriormente pudieron emprender
numerosas incursiones de pillaje a través de los Balcanes y del Peloponeso. Finalmente, se lanzaron a la conquista de Italia y, en el 410,
Alarico invadió y saqueó Roma.
Esta fue la sorpresa. San Jerónimo, desde su monasterio de Belén, escribe con lágrimas en sus ojos: «después de haberse extinguido la luz más brillante de la tierra; después de haber sido cercenada
la cabeza de nuestro Imperio, y después de haber perecido todo el
orbe en la ruina de esta ciudad, entonces enmudecí y me humillé; ya
no podía pronunciar ni una sola palabra» (Prefacio al comentario sobre
Ezequiel). La desdicha sacudió al mismo Agustín: «Roma ha caído en
desgracia. Roma ha sido devastada. Por todos los lugares: aflicción,
masacre e incendio; por todas partes, la muerte siembra la masacre
por el hambre, la peste y la espada. ¿Dónde están las tumbas de los
apóstoles?» (Sermón 296, 6).
Esta catástrofe consolidó hasta lo más hondo la separación definitiva y completa del Imperio Romano en dos. Honorio fue el primer
gran emperador del Occidente. Nacido en el 384, asumió este cargo
desde el 395 al 423, pero el verdadero maestro era Estilicón, un vándalo. Este prestó un enorme servicio al Imperio al contener el empuje de los bárbaros en Bretaña, en Bélgica y, después, en Germania.
Pero las intrigas de palacio le llevaron hasta su caída. Abandonado
por el emperador, fue ejecutado en el 408. En ese momento, ya nada
detiene a los pueblos germánicos en su avance hacia Occidente.
En el 425, es un niño de seis años que se convierte en emperador.
Se llama Valentiniano, es el tercero que lleva ese nombre. Demasiado
joven para gobernar; se dejó influenciar por magos y astrólogos. Su
madre, Gala Placidia, era la que regentaba el Imperio. La situación se
agrava: en ese momento los bárbaros se instalaron en Bretaña, mientras que los vándalos terminaron su incursión en el África. En el 454,
el emperador mandó asesinar a Aecio que, durante muchos años,
había gobernado Occidente en su nombre. Esta muerte infame precipitó la salida de Valentiniano III. Meses más tarde, él mismo también
fue asesinado.
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HACIA EL PONTIFICADO
En este mundo, por una parte, roto por las continuas incursiones
y, por otra, dominado por gobiernos decadentes, fue en el que León
nació y creció.
Hasta el pontificado
Nacimiento y formación
Nadie sabe ni cuándo ni dónde nació León. Incluso la Leyenda dorada, esa compilación de todas las historias maravillosas de los santos,
escrita por Jacobo de la Vorágine en el siglo XIII, incluso esa mina
de informaciones y de especulaciones religiosas no dice nada acerca
del nacimiento, la infancia y la formación de León. Comienza con un
relato milagroso sobre su época pontificia.
Sin embargo, algunos historiadores sitúan su venida al mundo entre el 390 y el 400, sin dar argumentos. La única información, recibida del pasado, es la presentada por el Liber pontificalis. Esta colección
de notas biográficas de los papas, que dataría del siglo VI, señala que
León era de nacionalidad toscana. De hecho, los habitantes de Volterra, entre Siena y Pisa, pretenden, sin poderlo probar, que León
sería un niño de su ciudad. Nunca nadie ha creído que este célebre
papa hubiese nacido en la misma ciudad de Roma. Esta hipótesis se
basa en una reflexión del mismo León. En su carta 31, 4, col. 794 A,
el sucesor de Pedro presenta a Roma como «su patria». Sin embargo,
esta afirmación hay que tomarla en un sentido figurado; más como
una expresión de un cierto afecto a su ciudad episcopal que como
una afirmación del lugar de su nacimiento.
Sobre la formación intelectual y religiosa de León, no tenemos
ninguna información directa escrita en ningún documento. A partir
de sus obras es donde se puede intentar adivinar cuál ha sido su recorrido escolar.
Las desgracias de su tiempo y la caída del Imperio parecen haber
provocado una decadencia vertiginosa en la calidad de la educación
literaria y filosófica en tiempos de León. La gran época que fue el
siglo IV parece ya muy superada. Jóvenes como Basilio de Cesarea
y Gregorio de Nacianzo parten a Atenas y allí siguen durante varios
años los cursos de los grandes filósofos todavía en activo. Los Padres
latinos, como Ambrosio, todavía estaban impregnados por el pensa23
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miento de autores clásicos. ¿No quedó Agustín impresionado por la
lectura del Hortensius de Cicerón? Todo eso es ahora una excepción,
porque la utilización de manuales o antologías parece haber suplantado la lectura de las obras mismas de los grandes autores.
En el siglo V, la situación es totalmente diferente. León no ofrece
ninguna cita o referencia de pensadores clásicos. Por lo demás, no
oculta su desprecio por la filosofía, a la que considera un artificio
creado por los hombres para discutir. Se basa en Cristo mismo, que
no ha elegido filósofos o grandes oradores, sino simples y humildes
pecadores (carta 164, col. 1149 B). Se muestra cauto a la hora de
hacer cualquier reflexión o especulación sobre el sentido de los diferentes conceptos que puede emplear, como naturaleza, esencia,
persona. Acoge y transmite la doctrina de la Iglesia en su simplicidad,
con suficiente claridad. Esta actitud no tiene nada de excepcional.
Ireneo de Lyon, ya en el siglo II, denunciaba las elucubraciones de los
gnósticos y de los sabios sobre el misterio de Dios y sobre el destino
humano (Contra las herejías, prefacio).
Como la mayor parte de sus contemporáneos, León no conocía
el griego. Razón por la que pide al obispo Juliano recoger en un
volumen todos los documentos emanados por el Concilio de Calcedonia. Sin embargo, precisa que todo debe ser reproducido en latín, en una traducción absolutamente completa y fiel. La insistencia
con la que señala esta exigencia (absolutissima interpretatione translata)
expresa claramente su incapacidad para verificar la fidelidad de esa
traducción (carta 113, 4, col. 1028 A). Las necesidades de ese tiempo
obligaban a los educadores a reducir su enseñanza a una iniciación
pragmática y a despreciar una mayor profundización de la cultura
helenística.
En lo que concierne a la literatura patrística, el sucesor de Pedro
parece haber utilizado más los florilegios de citas antiguas que haber
leído sus grandes obras. En sus homilías, León aborda a menudo las
cuestiones cristológicas de su tiempo, pero no cita ni hace referencia
al pensamiento de ninguno de sus predecesores en la fe. Eso podría
explicarse por el carácter popular de su público. Sin embargo, tal
justificación no es válida para sus cartas, pues en ellas se dirige tanto a
obispos como a teólogos. Por tanto, no toma nunca de manera explícita y directa las fórmulas de uno o de otro defensor de la verdadera
fe. Solo la carta 165 acumula una serie de pasajes dogmáticos prestados de autores antiguos: Ambrosio de Milán, Atanasio de Alejandría,
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Agustín, Basilio de Cesarea, Cirilo de Alejandría, Eusebio de Dorilea,
Gregorio de Nacianzo, Hilario de Poitiers, Juan Crisóstomo y Teófilo de Alejandría. Algunos de estos Padres son muy conocidos; otros,
menos.
Eusebio de Dorilea, que ejercía la función de retor en Constantinopla, fue el primero en denunciar la herejía de Nestorio hacia el
año 430. Tras ser nombrado obispo de Dorilea, en Frigia (hoy en Turquía), denunció los errores de Eutiques e hizo comparecer al hereje
ante el Concilio de Constantinopla en el 448. Depuesto por el Latrocinio de Éfeso del 449, llamó a León y a los emperadores Valentiniano
III y Marciano. Fue rehabilitado en la primera sesión del Concilio de
Calcedonia del 451.
Teófilo de Alejandría, nacido en el 345, fue patriarca de Egipto
del 375 a 412. Personalidad fuera de lo común, redujo por la fuerza el
paganismo, hizo condenar a Orígenes y persiguió a Juan Crisóstomo.
Esa carta 165 tiene tantas referencias patrísticas, porque León deseaba presentar al emperador un dossier, tan completo como fuera
posible. Algunos de estos autores le son contemporáneos, como Eusebio de Dorilea, o cercanos, como Agustín y Cirilo de Alejandría.
Sin embargo, cinco se remontan al siglo anterior. Por tanto es difícil
determinar si alguno ha podido ejercer alguna influencia sobre la
formación teológica de León.
La cuestión se ha planteado particularmente pensando en Agustín. Yves-Marie Duval ha estudiado dos préstamos evidentes en el
obispo de Roma, tomados del de Hipona. Aparecen en el octavo
sermón sobre la Pasión y en la segunda homilía sobre la Epifanía.
Sin embargo, el investigador concluye que quizá se trata de temas
comunes que circulaban en el pensamiento cristiano de la época.
Incluso apunta la posibilidad de que un notario pontificio, como
Próspero de Aquitania, haya sido el que haya tomado prestados algunos pasajes de Agustín y que León habría conocido, para utilizarlos posteriormente.
El cuadro puede parecer deprimente. Lo será todavía mucho más
si consideramos que, en el mundo latino, León es un faro refulgente
en la sombría noche en medio de la apatía cultural dominante. Lo
que no pudo adquirir por largas y sutiles discusiones sobre algunos
puntos de doctrina y de filosofía, lo desarrolló por simples y profundas convicciones sobre la salvación. Ante el espectáculo de la barbarie
desencadenada, León dio cuerpo y carne al mensaje eterno de la fe.
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Ante los muros calcinados y los cuerpos mutilados, durante los períodos de hambruna y de angustia, buscó en el interior de la doctrina
tradicional las fórmulas de vida y de liberación.
Un clérigo muy influyente
Algunas notas dispersas nos recuerdan el papel tan importante
que León pudo desempeñar durante su carrera eclesiástica antes de
su acceso al pontificado.
En el 418, Agustín felicita al sacerdote romano Sixto, el futuro
Sixto III (432-440). Este último se había dejado influenciar por las
teorías pelagianas sobre la gracia. El obispo de Hipona le había escrito para aclararle sobre este tema. Y he aquí que Sixto le responde
presentándole una doctrina totalmente conforme a la de Agustín.
Este exclama: «he sido tan feliz de copiar y hacer leer la breve carta
que habéis dirigido por el acólito León al bienaventurado primado
Aurelio [de Cartago]» (carta 191, 1). A este mensajero se le identifica
con León Magno, que sucedió a Sixto III.
Vigilio de Tapso (hoy en Túnez) señala, en su tratado Contra
Eutiques (4, 1), que León ofrece un testimonio de la verdadera fe
bajo el papa Celestino (422-432). Es prácticamente imposible precisar qué quiere decir, pero eso nos permite suponer que ya, en esta
época, León era un hombre conocido en la administración romana.
Este testimonio es digno de interés, puesto que data de la segunda
mitad del siglo VI, es decir, pocos años después de la muerte del
Pontífice.
En el 431, Cirilo de Alejandría escribe al papa Celestino para ponerle en guardia contra Juvenal de Jerusalén. Igualmente el destinatario de una carta parecida es León, lo que prueba el lugar eminente
que ya ocupaba en Roma. Él mismo hace alusión en una carta más
tardía (carta 119, 4, col. 1045 A).
Según Genadio, historiador de finales del siglo V, León era en
ese momento archidiácono (Sobre los hombres ilustres 62). A modo de
recordatorio, el archidiácono era un prelado responsable de la administración de la diócesis. Por su posición clave y su influencia era,
de hecho, el segundo responsable de esa circunscripción eclesiástica.
En el 430, Juan Casiano compone siete libros Sobre la Encarnación
de Cristo. En su prefacio, se dirige a un cierto León que le había pedido escribir esa obra. Aquí, como en el caso de san Agustín, precisarlo
resulta difícil.
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En la misma época, hacia el 430, la Provenza estaba agitada por las
numerosas controversias que en torno a la doctrina de la gracia había
presentado, en su tiempo, san Agustín. El papa Celestino (422-432)
envió a Venerio, obispo de Marsella, y a otros obispos de las Galias
una carta en la cual invitaba a los contrincantes a no cuestionar en
esta causa la autoridad de Agustín, porque el obispo de Hipona había
sido beneficiado por la consideración más grande en la Iglesia. A esta
carta, se adjuntó una especie de syllabus que recogía las decisiones de
los papas Inocencio I (401-417) y Zósimo (417-418), así como las de
los concilios reunidos en Cartago y en Milevi, ciudades de Numidia
donde se celebraron estas asambleas en el 402 y 416. El autor de este
compendio retoma la doctrina expuesta, pero con una nueva presentación, estructurada de manera diferente. Actualmente se les conoce
como capítulos pseudo-celestinos o «Indiculus» (Denz. 238), mientras
que antiguamente tenían por título: Praeteritorum Sedis apostolicae episcoporum auctoritates de gratia Dei, es decir «sentencias de obispos anteriores en la Sede Apostólica respecto al tema de la gracia de Dios y el
libre arbitrio de la voluntad» (PL 45, col. 1756-1760). La enseñanza
presentada en este documento usado por numerosos patrólogos se
encuentra tan próxima al pensamiento de León que algunos le consideran como el autor de este trabajo. En ese caso, el futuro papa sería
ya una referencia dogmática hacia el 420-430.
En su Crónica, escrita por el año 439 (siendo Teodosio XVII y Festo Avieno cónsules), Próspero de Aquitania, historiador contemporáneo de los acontecimientos, informa ya de una importante intervención del archidiácono León. Juliano, obispo de Eclana (ciudad
situada entre Roma y Brindisi), había sido depuesto por sus opiniones pelagianas. Deseaba reintegrarse en la gran Iglesia, pero exigía
ser restablecido en sus antiguas funciones episcopales. Esta reivindicación le pareció sospechosa a León, que habría invitado al papa Sixto III a dar pruebas de firmeza (PL 51, col. 598 B).
¿Qué se puede concluir con estas breves noticias? Primeramente,
que no dicen nada ni de fechas ni de las circunstancias de la ordenación diaconal y presbiteral de León. Además, difícilmente se pueden utilizar, porque no se refieren con seguridad al futuro papa. Que
procedan de autores contemporáneos al gran Pontífice romano, les
asegura una gran autenticidad, pero no resuelve el problema de la
identificación del citado personaje.
Las circunstancias de acceso al pontificado sí son más precisas.
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La elección para el pontificado
El prestigio y la posición de León llegaron a ser cada vez más influyentes. No solamente era archidiácono en la Curia romana, sino que,
además, parece que había frecuentado las altas esferas del Estado.
Es lo que da a entender Próspero de Aquitania en su Crónica para
el año 441 (PL 51 col. 599 A). Es contemporáneo de estos acontecimientos, puesto que nació hacia el año 390 y murió entre el 455 y
463. Cuenta que, en el 440, León está en la Galia para resolver una
disputa entre el patricio Aecio y el prefecto del pretorio Albino. Estos dos altos dignatarios habían elegido un mal momento para querellarse: Roma estaba amenazada por los vándalos y el emperador
Valentiniano III había dejado su residencia habitual en Rávena para
instalarse en la Ciudad del Tíber y organizar la defensa. Es, pues, verosímil que la misión de reconciliación procediese directamente de
la administración imperial. León debía ser conocido por los oficios
desempeñados, sin que podamos precisar si es por nacimiento o por
educación por lo que se le había introducido en ese medio.
Esa estancia en la Galia se corresponde con la muerte del papa
Sixto III. Este asumió el pesado cargo del 432 al 440. De este pontificado, nos quedamos con dos aspectos. El difunto se había mostrado
con los nestorianos menos intolerante que lo había sido su predecesor, Celestino I. Además, procuró mantener intactos los derechos y
prerrogativas de la Santa Sede sobre Iliria. También Gregorio tendrá
que abordar estos dos problemas: la herejía y la extensión de la autoridad romana.
Sixto III muere el 18 de agosto del 440. Al día siguiente, los electores eligen a León, a pesar de estar ausente. Esta particular circunstancia nos da pie para pensar que el candidato difícilmente ha podido
presionar sobre el colegio electoral y que, verdaderamente, es por su
valor personal por lo que ha sido elegido. Próspero de Aquitania, ya
citado un poco más arriba, se maravilla de esta unanimidad. De hecho, exclama asombrado: durante los cuarenta días necesarios para
la vuelta del nuevo Pontífice, el pueblo permaneció «admirable en la
paz y en la paciencia», librándose así de aquellas disputas y luchas de
poder que marcaban muy a menudo el cambio de obispos de Roma
(Crónica, año 440, siendo Valentiniano Augusto y Anatolio, cónsules,
PL 51, col. 599 A). Para gozar de una estima tan general, León debe28
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ría de haber ejercido sus funciones de archidiácono de una manera
más que satisfactoria, para el pueblo y para el clero.
Ese interés aparece en su primer sermón pronunciado el mismo
día de su consagración episcopal, el 29 de septiembre del 440. Hace
esta promesa: «en mi solicitud de pastor, no deseo más que la salvación de vuestras almas» (sermón 92).
Aquí estamos bien lejos del tono trágico que utilizará otro gran
papa un siglo y medio más tarde. Gregorio sufrirá aplastado por lo
pesado del cargo y se lamentará frente a los horrores de su tiempo.
León, comienza por un grito de alegría tomado de un salmo: «que
mi boca cante las alabanzas del Señor» (Sal 145, 21). Esta alegría no
es un signo de orgullo, sino de humildad, porque no reconocer los
bienes divinos sería una señal de ingratitud. Uno y otro papa pertenecen a épocas diferentes. León ve hundirse el Imperio de Occidente,
Gregorio verá los reinos bárbaros instalarse en él. Los dos son romanos de nacimiento y de corazón, pero el primero vive al final de la
Antigüedad, mientras que el segundo afrontaba el comienzo de la
Edad Media.
León fue nombrado obispo de Roma el 29 de septiembre del 440.
Él mismo lo recuerda en su segundo sermón de la consagración episcopal: «la condescendencia divina, mis amados hermanos, hace para
mí este día digno de honor» (sermón 93). Desde entonces, en ese día
de su aniversario se reunirán los obispos alrededor de su pastor. León
subraya así la supremacía de la Sede episcopal romana.
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